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Fue, a decir de ella misma, "más gitana que las costillas del faraón". En su familia se vivió el flamenco siempre. Su padre fue el cantaor Luis el de la Maora y su madre bailaba en las fiestas familiares. Tuvo una infancia con muchas necesidades, pero en cierto modo feliz por las alegrías que la familia debía al flamenco: "Yo lo que más recuerdo es a mi padre, que murió siendo yo toavía una niña. Pero m'acuerdo que yo le hacía mucha gracia. Él cogía una escoba y se ponía con ella a tocar la guitarra. Y yo me ponía delante suya a bailar con una sábana puesta de mantón. ¡Y lo volvía loco!". Su baile era primario, elemental si se quiere, no aprendido -"lo que yo tengo ha salío de mi cuerpo"-, pero rebosante de esa gracia natural, de esa intuición y esa jondura propias de la gitanería de Jerez. Su hija Juana Fernández le cantaba esta letra: "Mi mare Juana / no se pué aguantar, / cuando alevanta sus brazos / parece una catedrá". Efectivamente era así, y Ríos Ruiz lo corrobora: cuando levantaba los brazos Tía Juana "parece que toda su humanidad se va subiendo a los cielos y que no existe una gracia flamenca como su culeo bailando por bulerías, ni manita más santa y jacarandosa cogiéndose y arremangándose el vestío, moviendo el percal como quien le echa canela al arroz con leche". Hasta pasados los cuarenta años no salió Juana la del Pipa a bailar en público. La vio entonces Mairena y se la llevó al Concurso Nacional de Córdoba. Era la primera vez que ella viajaba. "Con mi vestío que llevaba yo de dos colores, porque no tenía otro... Pero mu limpia, mu escamondá... M'alevanté el vestío... Y llevaba yo una camisa blanca. ¡Y un remiendo rosa! Pero bailé".
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